viernes, 25 de junio de 2010

El sembrador

Olvidamos las pequeñas alegrías por lograr la gran felicidad. Son detalles de la vida que dan otro punto de vista que, quizá, sea demasiado tarde cuando las quieras valorar.



“En un oasis escondido en los más lejanos parajes del desierto se encontraba el viejo Elian, arrodillado cerca de unas palmeras datileras.
Pasaba por aquel lugar la caravana de un rico mercader, que se instaló en aquel oasis para dar de beber a los camellos y descanso a los camelleros.
Cuando el mercader se fijó en aquel hombre de edad avanzada cavando en la arena, ordenó a sus sirvientes que levantasen y acondicionasen la Jaima en una zona resguardada del sol mientras él se dirigía a ver qué estaba haciendo ese anciano.
—¿Qué tal venerable anciano? Que la Paz de Alá sea contigo.
—Que la misma paz te acompañe —respondió el viejo Elian sin detenerse.
—¿Qué estás haciendo aquí, con este calor asfixiante y esta pala en la mano.
—Estoy sembrado —fue la respuesta.
—Y puedo saber qué estás sembrando.
—Dátiles —le dijo el anciano, mientras que con un gesto iba señalando todo el palmeral de alrededor.
—¡Dátiles! —exclamó el mercader, llevándose las manos a la cabeza, como el que acaba de escuchar la mayor tontería del mundo—
Y continuó: —El sol te ha afectado a la cabeza; vamos, deja esta pala y lo que estás haciendo y vamos a beber algo fresco en mi campamento a la sombra.
—No, primero terminaré la siembra, luego, si todavía lo deseas, podré acompañarte a beber.
—Pero, a ver, dime amigo mío, ¿Cuántos años tienes?
—No lo sé con exactitud. Setenta, ochenta, no lo sé, lo olvidé ya. Pero, qué importancia tiene ello.
—Pues mira —le dijo completamente serio el mercader—,las palmeras datileras tardan aproximadamente cincuenta años en crecer, y únicamente cuando son adultas dan fruto en abundancia, aunque vivas hasta los cien años, difícilmente podrás recoger fruto alguno de lo que ahora estás sembrando. Déjalo y ven a mi Jaima a tomar un té como nunca has probado.
—Mira mercader —dijo el viejo Elian dejando por primera vez lo que estaba haciendo—, yo he comido los dátiles que otros sembraron, otros que tampoco soñaron nunca comerse los dátiles que estaban sembrando. Yo siembro hoy para que mañana otros como tú, o como yo, puedan comerse el fruto de esas palmeras que estoy sembrando, para que otros como tú, o como yo, puedan guarnecerse del asfixiante sol a su sombra, para que otros camellos puedan abrevarse en el agua fresca del oasis. Y aunque sea en honor de aquel desconocido que el día de mañana podrá beneficiarse del esfuerzo mío de hoy, vale la pena terminar mi trabajo —y Elian siguió sembrando dátiles.
La sorpresa se reflejó en la cara de aquel mercader, acostumbrado a que fuera únicamente el incentivo económico lo que promoviera acciones y negocios, quedando literalmente con la boca abierta.
—Me has dado una gran lección de sabiduría, venerable anciano, déjame que compense este aprendizaje pagándote con una bolsa de monedas.
—Agradezco tus monedas —le dijo Elian riendo mientras recogía la bolsa—, ya lo ves, a veces suceden casos como este, tú mismo pronosticabas hace un momento que nunca podría recoger fruto del trabajo que estoy ahora realizando, y antes de terminar la siembra ya he recolectado esta bolsa de monedas y el reconocimiento de un amigo, —siguió riendo el viejo Elian.

Texto y foto; Miguel Adrover Caldentey

(Extracto del libro; Cuentos de sabiduría, Miguel Adrover caldentey)

jueves, 24 de junio de 2010

Tener el corazón de niño

Tener el corazón de niño, y la mente de un adulto es muy complicado. Casi siempre desaparece uno, cuando llega el otro, aunque debemos reconocer que sería una simbiosis perfecta poder disfrutar de ambas cualidades, y conseguir un equilibrio entre ambas. Quizá, para intentarlo, podríamos prestar atención al escrito que esta grabado en una ermita cercana a los Pirineos, cerca del camino de peregrinaje por excelencia, el Camino de Santiago.


Si realmente fueras un niño, un auténtico niño, en vez de preocuparte por lo que no puedes hacer, contemplarías la Creación en silencio. Te acostumbrarías a mirar en calma al mundo, la naturaleza, la historia, el cielo.
Si realmente fueras un niño, en estos momentos estarías cantando alabanzas a las cosas que tienes delante. Luego, libre de las tensiones, de los temores y de las preguntas inútiles, aprovecharías este tiempo para esperar, curioso y paciente, el resultado de las cosas en las que tanto amor pusiste (Carlos Garito, ermitaño italiano).

Cuantas veces hemos visto a aquellos chicos y chicas enfrascados en la realización de algo que a nosotros nos parece una pérdida de tiempo, cuantas veces les hemos recriminado por perder el tiempo porque a nosotros nos lo parece, olvidando que ellos encuentran de lo más interesante lo que están haciendo.
Cuantas veces les hemos recriminado por hacer aquello que, pensándolo bien, nos gustaría a nosotros poder hacer, pero nuestra mentalidad de persona adulta y responsable nos lo impide.
Las enseñanzas que nos llegan de los grandes maestros, recogidas en muchos libros y en muchos pensamientos de aquellos que a lo largo de su vida intentaron dar un poco de luz a los que quisieron escuchar, nos remiten a las palabras que ya habíamos oído:

“Procura vivir con la misma intensidad que un niño, él no pide explicaciones, se sumerge de cabeza en cada día como si éste fuera una aventura diferente, y cuando llega la noche, duerme cansado y feliz”.


Texto y fotos; Miguel Adrover Caldentey

(Extracto del libro; Cuentos de sabiduría)

miércoles, 23 de junio de 2010

Una noche soñé que estaba caminando por la playa con el Señor, al mismo tiempo que en el horizonte se proyectaban las escenas de mi vida. En cada escena íbamos avanzando sobre la arena. Tras nuestro, únicamente quedaban las huellas, la impronta de nuestros pies al hundirse mientras avanzábamos.


Unas eran las mías, las otras del Señor. Cuando la última escena había transcurrido ante nosotros, volví la vista atrás, hacia las huellas. Fue entonces cuando advertí que en muchos tramos de mi vida únicamente se marcaban una línea de esas huellas. Y también pude comprobar que eso sucedía a lo largo de los momentos más duros que me había tocada vivir.

Este hecho me perturbó, por eso le pedí al Señor:

—Señor, Tú me dijiste, cuando decidí seguirte, que caminarías conmigo a lo largo de todo el camino, pero a lo largo de los peores momentos de mi vida, en la arena solo hay una línea de huellas. No comprendo el porqué Tú me abandonaste en los momentos que yo más te necesitaba.

Entonces Él, mirándome a los ojos con ternura y amor me contestó:

—Querido hijo, te he amado, te amo y te amaré. Nunca te abandonaría en los momentos difíciles. Cuando vistes que en la arena únicamente quedaban un par de huellas fue en los momentos en que yo te cogía en brazos.



Texto y foto; Miguel Adrover Caldentey

(Extracto del libro; Cuentos de sabiduría)

lunes, 21 de junio de 2010

A veces, llegamos a convicciones que nos llevan a pensar que somos poseedores de la verdad, una verdad en la que preferimos creer ciegamente por miedo a demostrar nuestra ignorancia, preguntando.


Nos parece que nos presentaremos desnudos delante de la otra gente si aceptamos no saber una cosa que, en teoría, deberíamos saber.

Hay un proverbio chino que dice: “Quien pregunta tal vez pase por tonto a lo largo de cinco minutos, pero el que no pregunta será un tonto toda la vida”.

Si no avanzamos en nuestro aprendizaje, si nos quedamos anclados en nuestras verdades, nos puede pasar lo mismo que al elefante que han dominado.

El conformarnos únicamente con lo que siempre nos ha sido suficiente, con lo que siempre nos ha bastado, con lo que siempre nos ha parecido inamovible, ese conformismo hace que creamos a veces que estamos atados por una cuerda o cadena mucho más resistente de lo que es en realidad.

Se dice que un domador de elefantes, consigue mantener al animal atado utilizando un truco muy simple. Cuando el animal es todavía muy joven, ata una de sus patas a un tronco muy resistente.

El pequeño elefante, cada vez que lo atan lucha con desesperación para liberarse, intenta romper la cadena o arrancar el tronco. Así un día tras otro, llega el momento en el cual, cada vez que lo atan, el animal lucha con menos convicción. Poco a poco va haciéndose a la idea de que el tronco y la ligadura son más fuertes que él. Al cabo de un tiempo, llega un momento en el que el elefante, cuando le pasan la lazada por la pata, ya no lucha por desatarse.

En ese momento, el domador ya sabe que el animal, a pesar de que cuando sea adulto tendrá una fuerza descomunal, bastará pasarle una cuerda por la pata y atarla a cualquier tronco o estaca, y el elefante no se moverá.

El animal tiene el recuerdo impreso en su memoria de que no podrá desatarse ni vencer a esa ligadura ya que muchas fueron las veces que lo intentó y nunca pudo conseguirlo. Le hicieron creer una verdad cuando era todavía una criatura, y el desistió de seguir luchando.

A nosotros nos puede suceder algo parecido si paramos de luchar contra aquellas verdades que nos tienen atados, y muchas son las maneras en que podemos encontrarnos atados. Las ligaduras más fuertes son las que están en nuestra mente, nos vienen desde la infancia, desde la religión, de la moralidad, de los vecinos, de la familia.

Cuando nos encontramos con una de estas ataduras, recordemos que el elefante, con un simple querer, podría desatarse, intentemos nosotros luchar una vez más y quizá, descubramos con estupor, que es fácil romper estas ligaduras o arrancar el tronco.



Texto y foto; Miguel Adrover Caldentey

(Extracto del libro; Cuentos de sabiduría)

domingo, 20 de junio de 2010

El loco

Me preguntáis como me volví loco. Así sucedió:


Un día, mucho antes de que nacieran los dioses, desperté de un profundo sueño y descubrí que me habían robado todas mis máscaras -si; las siete máscaras que yo mismo me había confeccionado, y que llevé en siete vidas distintas-; corrí sin máscara por las calles atestadas de gente, gritando:

-¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Malditos ladrones!

Hombres y mujeres se reían de mí, y al verme, varias personas, llenas de espanto, corrieron a refugiarse en sus casas. Y cuando llegué a la plaza del mercado, un joven, de pie en la azotea de su casa, señalándome gritó:

-Miren! ¡Es un loco!

Alcé la cabeza para ver quién gritaba, y por vez primera el sol besó mi desnudo rostro, y mi alma se inflamó de amor al sol, y ya no quise tener máscaras. Y como si fuera presa de un trance, grité:

-¡Benditos! ¡Benditos sean los ladrones que me robaron mis máscaras!

Así fue que me convertí en un loco.

Y en mi locura he hallado libertad y seguridad; la libertad de la soledad y la seguridad de no ser comprendido, pues quienes nos comprenden esclavizan una parte de nuestro ser.

Pero no dejéis que me enorgullezca demasiado de mi seguridad; ni siquiera el ladrón encarcelado está a salvo de otro ladrón.

"Kalhil Gibrán"
 
 
PD. Estoy convencido que si la locura es desprenderse de las mascaras, desnudar el alma ante la gente, dar mi voz a los que no la tienen y ser criticado por el poder y los poderosos, aunque sea por sentir el beso del sol en la cara durante un segundo, vale la pena esa locura.  (Miguel Adrover Caldentey)